miércoles, 22 de septiembre de 2010

Cuando sea viejo quiero irme a vivir a una utopía con ustedes tres

1- EL PROBLEMA DEL FUNCIONAMIENTO DE UNA SOCIEDAD
Cuando un anarquista diseña una ciudad utópica, parte primero de la sociedad. Pierre Quiroule, en su libro “La ciudad anarquista americana” plantea una obra de construcción revolucionaria que incluye el plano de la ciudad libertaria pensada por él. Durante trescientas páginas Quiroule diseñará un modelo de educación dirigido sobre todo a los niños, para que su enseñanza en la vida no esté atada a los saberes de su padre y madre, sino a los intereses de toda la comunidad. Para lo que supone unos grandes galpones llamados “Pouponniéres” adonde los niños son criados por cualquiera, por todos, hasta la edad de seis años, y luego son remitidos a las Casas de Educación. El gran interés de la ciudad libertaria se centra en el aprendizaje de los jóvenes y en las libertades sexuales no reprimidas de los adultos, en un lugar adonde todos tienen relaciones con todos, basadas en el respeto mutuo.
En las sociedades matriarcales chinas ocurre algo similar: los hijos son cuidados por sus tíos, por vecinos, por la comunidad. Las madres mismas los entregan, y la educación así establecida se supone que criará hombres y mujeres más acordes a valores de participación y solidaridad necesarios a una conciencia nueva.
En los dos ejemplos, el utópico y el real, las relaciones entre sexos y entre hijos y padres se han relativizado, mezclándolas voluntariamente con el objeto de producir mayores estímulos y más estabilidad. Se sobrentiende que los ancianos producto de estas sociedades evolucionadas serán sabios, por lo que podrán manejarse sin escrúpulos y –valga la redundancia- con la calma que da la sabiduría. El sobrentendido nos libra de la explicación. Aunque también es probable que los viejos de estas evoluciones lleguen como los viejos de las sociedades capitalistas actuales, donde no existen, ni nadie los ve. Adonde caminan simplemente para develar ocasos, como dijo el poeta: “en un andar sin pasos”.
[1]

2- EL LUGAR DE LOS VIEJOS
El hombre comparte con toda la naturaleza el episodio de la vida, desde el nacimiento hasta la muerte, pero puede que sea el único ser vivo con conciencia de la muerte. O sea: el único que sabe que va a morirse. Los animales pueden intuir la muerte, pero sería raro que tuvieran conciencia de ella. El hombre en sociedad puede saber aproximadamente cómo morirá, si sabe evaluar su clase social y es un poco observador. Es probable que el hijo muera como ha muerto su padre. En los distintos estratos sociales se verifican diferentes estilos de llegar al final, pero en los que la muerte siempre se ve como algo a futuro, bien lejano.
Esta es una condición de la actualidad. Durante la Edad Media o en un tiempo más cercano, la muerte pasaba en la calle. Era algo que todo el mundo podía ver. Hoy la muerte está desplazada hacia los hospitales y salas de sepelio, y le ocurre a la gente enferma o verdaderamente mayor. Al sacar a la muerte del escenario de la cotidianeidad, la gente común ha pasado a olvidarse de ella.
Se dice que “los hombres modernos reprimen la muerte”
[2]. La muerte es algo que hay que tapar, algo que no se puede revisar en una sociedad del triunfo y de la juventud eterna. La muerte es perder. Nadie soporta que en el mundo aparezca una advertencia de nuestra propia fragilidad.
Esto no es azaroso. Es el resultado de un esfuerzo social que se ha apartado de religiones y filosofías, que ya no contempla ritos que se relacionen con la pérdida. Antiguamente los niños veían a los muertos porque estos eran velados en sus casas. Ahora se cuida que los chicos no vean la muerte ni en los dibujos animados. Ya ni siquiera lloramos en público.
¿Cuál es el papel de los viejos en este cambio? ¿Cuál el de esas personas que han llegado cansadas, que caminan despacito y con bastón?
La sociedad actual les da un destino de geriátricos. Depósitos de gente que se va a morir pronto, custodiada por fríos especialistas de la medicina.


3- LA PUESTA EN ESCENA
Le Corbusier ya era viejo cuando diseñó el Plan Urbano para Buenos Aires. Era un estudio higienista maravillosamente utópico, con grandes paseos, jardines y edificios bien ventilados. Pero el plan se posaba sobre una Buenos Aires que ya estaba ocupada por casas y calles, sobre San Telmo, el centro, Puerto Madero. Le Corbusier, sin duda un sabio, no actuó sabiamente ante la historia: le pasó por encima. Aplastó al abuelito, por decirlo de una manera coloquial, y lo hizo afectado por una preocupación más geométrica que social.
Los primeros utopistas que pensaron que la Revolución Industrial había llegado al fin datan de 1815, y hay dos que se destacan por lo obsesivos. Uno se llama Owen y el otro se llama Fourier. Ambos son dramáticamente inteligentes, desquiciadamente optimistas y durísimos de pelar. Ambos se suben a altos e inclinados toboganes que se deslizan hacia un mismo punto: el fracaso. Quieren lo mismo, que la sociedad cambie. Y creen que las sociedades cambiarán después de haber cambiado la geometría de las ciudades. Owen cree en los cuadrados. Fourier, en los rectángulos.
New Harmony, la comunidad de Owen, es un cuadrado de casas centrado en un terreno de 500 hectáreas. Las casas forman el perímetro del cuadrado. Adentro de la manzana van los edificios públicos y las canchas de fútbol. El número de habitantes tiene un límite: 1.200 personas. Los nuevos habitantes New Harmony serán tan puros que no necesitarán tribunales ni prisiones. Serán tan buenos que no precisarán iglesias. Los niños serán criados por todos y para los viejos no hay ni media palabra. El Falansterio de Fourier los trata un poco mejor, pero no explica mucho cómo la ancianidad será aceptada. Fourier está más preocupado por la rectangularidad de su escenario. La ciudad libertaria de Pierre Quiroule tiene la forma de un cuadrado con las diagonales marcadas.
Que las propuestas utópicas terminen en disposiciones geométricas hace que desconfiemos de sus libertades reales, de su patrón de cambio auténtico. Todas coinciden en la tabla rasa: “el espacio para contener una nueva sociedad de valores deberá partir de cero”. O la hacemos en un campo, o la posamos sobre lo existente, aplastándolo. Todas tienen una forma rígida que la predetermina, y todas, todas, un límite exacto de gente a recibir. Ni una sola persona más.
Y siempre se olvidan de la tercera edad. Los viejos suelen ser los actores menos contemplados de las sociedades, aún en las utopías.
¿Nadie piensa el futuro como una continuidad del presente? ¿Nadie supone que una utopía debería insertarse en una trama, en la actualidad, haciéndose posible entre lo construido? ¿Nadie apuesta a los vacíos, a los lugares que dejan las autopistas y los recortes urbanos?
El trabajo de Ana Gallardo, Ramiro Gallardo y Mario Gómez Casas razona sobre lo que nadie piensa: la inserción de la vejez en la propia trama de las ciudades, vislumbrando lugares y potencialidades de la urbe contemporánea que no están contemplados, que están pendientes de uso. Y como no tiene límites formales, la idea sirve para el número de viejos que haya, en la cantidad que sea, la totalidad de los que existan.
Porque “el futuro llegó hace rato”
[3]

4- UN LUGAR PARA VIVIR CUANDO SEAMOS VIEJOS
En Corrección, el libro de Thomas Bernhard, el arquitecto Roithamer planea la construcción de una casa en forma de cono en el baricentro del bosque de Kobernauss. La casa es para que su hermana mayor, que tiene cáncer, se sane. Durante seis años el arquitecto delineará la geometría perfecta que "él supone" dará cura a la enfermedad. Sin embargo, la hermana del arquitecto se muda a la casa y muere. La geometría en la que Roithamer cree no la alcanza: ella cree en otras cosas. La fuerza de lo cónico, para el que no le interesan las ciencias matemáticas, no supone esperanza alguna.
Los viejos y los enfermos están entre nosotros, nada más que han perdido su capacidad social porque no tienen lugares propios para establecer lazos. Los lugares para relacionarse están reservados a los jóvenes: para bailar, aprender, competir. Fueron creados por los mismos ancianos que ahora se han quedado sin fuerzas, y a los que los jóvenes aíslan.
El proyecto de Un lugar para vivir cuando seamos viejos plantea la elaboración de pequeñas intervenciones entre amigos, rodeadas de un conjunto de nuevos rituales agnósticos. No busca imponer una utopía social comunitaria a escala metropolitana, ni aliarse a los modelos de promesas de las religiones, ni entronarse en geometrías preconcebidas. Los rituales de ULPVCSV son tan simpáticos que simplemente conseguirán anexión por solidaridad e imitación, por apegos. Son rituales que hablan de juegos, bailes, trabajos en la tercera edad. Que buscan que familiares, amigos y socios se aproximen entre sí y establezcan uniones en la ciudad, en una estructura blanda capaz de adaptarse, de parasitarse entre las leyes existentes
Y que esos rituales tengan sitios contenedores de actividad, y que esos sitios se enlacen entre sí aprovechando todos los lugares residuales vacantes, con la impronta de una red que utiliza los huecos de nuestras ciudades.
Ana, Ramiro y Mario tienen un plan para ocuparse del futuro, sin ser futuristas. Llegar a grande como vecino de los amigos, participando de un modelo utópico superpuesto al plano capitalista medio. Algo que no sea una comunidad cerrada, sino que esté a la vista de niños y jóvenes. Con casas, no depósitos. Conectados por puentes, terrazas públicas, plazas, puertas abiertas en medianeras, calles peatonales, edificios compartidos. Una complejidad preparada para cuidarse desde la actividad permanente y el amor. Sin apartarnos de los demás, compartiendo servicios, transportes, familias adoptivas. Contemplando salidas comunitarias; talleres, arte, cine, danza, sin encerrarnos en un gueto o, aún peor, en un asilo.
Cito un texto de Ramiro: “La acumulación de viviendas conectadas va construyendo una red que mantiene sus vínculos con el mundo tal cual existe, pero con otro tipo de relaciones internas. Estas conexiones deberían estar orientadas hacia dos razones específicas: “estar juntos” y la “especificidad productiva”. Habría, en relación a esta especificidad, servicios que deberían ir apareciendo dentro de la red en estos espacios públicos o comunes”.
Lo potente de esta red es que puede crecer indefinidamente y aplicarse en cualquier ciudad. La convivencia no depende de los años que uno lleve encima, sino de la profundidad de la relación con el prójimo. La convivencia depende de la felicidad, eso es lo que vienen a decirnos los autores.
Y si alguien se llega a morir, que la muerte no sea un secreto a tapar, y vuelva a ocupar el lugar natural que perdió en la modernidad. Con nuevos ritos y rituales, pero sin aislamiento ni soledad. Con aplomo, con entereza, dignamente. Para que la llegada de la vejez sea una cosa feliz, y la de la muerte –esa mala sorpresa- una inevitabilidad considerada.

por Gustavo Nielsen para un lugar para vivir cuando seamos viejos, Bienal de San Pablo, septiembre 2010
Gustavo Nielsen es arquitecto y escritor

[1] Leopoldo Brizuela, “Viejo”
[2] Norbert Elías, “La soledad de los moribundos”
[3] Tema popular de los Redonditos de Ricota.

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